miércoles, 29 de agosto de 2012

LA HIJA DEL SOL - LA DIOSA ENCANTADA




En una época ya lejana, en las alturas de nuestra cordillera, donde el hielo abundaba y el frío era intenso, vivía en un valle muy profundo, tan profundo que el clima, conforme se descendía a él, cambiaba hasta llegar a ser caluroso, por lo que su vegetación era muy variada. Las noches eran muy oscuras, en el fondo del valle El Misterio se sentía.

Discurría un río con abundante de aguas cristalinas, que con los rayos del sol parecía un espejo, pues reflejaba luz blanca e intensa.

Asimismo, la fauna era abundante, especies de una muy numerosa variedad y se podían escuchar cánticos muy tristes así como alegres, que hacían vibrar el espíritu al compás de los cánticos que se escuchaban.

Los colores de las aves eran tan variados como relucientes y con unas combinaciones de colores tan perfectas, en cuanto a la vista de quienes podían apreciarlas, que provocaban alegría infinita y deseos de contemplarla sin moverse por horas.

Existían ciertas caídas de agua en el recorrido de su río, que semejaban mechones de largas cabelleras, de acuerdo a la hora del día en que se apreciaban cambiaban sus colores cual arco iris, deslumbrando a quienes podían verlas.

No faltaban algunos animales rastreros y bichos que marcaban la grandeza del lugar como acogedora generosa y religiosa.

Los lugareños que vivían en caseríos y pequeños poblados cerca al valle discreto, afirmaban que en él sólo vivía una dama muy hermosa y misteriosa, de cabellera larga, de vestidos largos y vaporosos.

Se comentaba que era una extraordinaria curandera visionaria, que conocía a la perfección las facultades curativas de la gran variedad de plantas silvestres que pululaban en el valle, como en las alturas que lo circundaban, manteniendo un verdor permanente durante todo el año, así como una inmensa variedad de colores, sea por las flores o las propias plantas, que solo en esa zona crecían.

Los árboles frutales eran tan abundantes como la gran variedad de plantas.

A ningún lugareño se le ocurría bajar al valle para vivir en él, pues se decía que quienes lo habían intentado, luego de un tiempo nadie sabía más de ellos.

Se contaba en los pueblos cercanos que cuando los pueblos de América fueron esclavizados, el señor inca, gran monarca, dueño de vidas y vastos territorios, generoso con sus súbditos, cazador y gran guerrero, al ver diezmado sus ejércitos, pudo llegar de retorno a su palacio, efectuando un rito en la profunda cueva del valle, donde moraban los dioses, vertiendo su sangre a gotas durante tres días, para que salvaran los dioses a su hija Dina, princesa de la comarca, única heredera de todas sus propiedades, desde la parte más alta de la cordillera hasta el confín más profundo del mar.

El dios Sol consultó con su esposa y sus hijos, quienes moraban allá en el infinito, quienes condolidos por la pérdida causada por los invasores, rompiendo su compromiso con los humanos decidieron comprometerse a salvar la vida de la diosa Dina, a cambio de que cuidase su virginal cuerpo y si decidiera perderla, concebiría una hija que así perpetuaría su raza por los siglos de los siglos.

Dina, Hija del Sol, a quien se le consideraba una diosa, hija del rey (monarca – inca) de sangre real perpetuó su existencia hasta el momento en que iniciamos nuestro relato, pues quienes la habían visto, referían que se trataba de una bellísima mujer, alta, de un rostro lozano y hermoso, con unos ojos grandes y bellos, que siempre vestía a la usanza de sus antepasados, con faldones largos y transparentes y de bellos colores, un busto prominente, un cuerpo, dirían, voluptuoso, de un caminar suave, ágil, su perfume, decían, se esparcía por todo el valle, pues era muy singular.

Muchos la temían y otros la adoraban, pues decían, podía curar todo mal, salvando vidas, en el transcurso de los cientos de años ya transcurridos.

Juan, hijo del monte, de la alturas, gran jinete, hijo de uno de los hombres más ricos de la región, era, decían, un gigantón, fuerte y bien proporcionado (como si fuera un deportista moderno) acostumbrado a los viajes largo, a caballo, por las alturas, durmiendo donde la noche lo alcanzaba, hombre de carácter fuerte, noble en sus actos.
Juan, tenía ya cinco días de camino en una sola dirección, como si algo lo empujara a un destino determinado, sabía que se había alejado de las propiedades de su padre, hombre con una regular experiencia, pues ya había cumplido los treinta años de edad y se sentía solo pero feliz, pues podía hacer lo que más le gustaba, la aventura, los viajes a uno y otro confín.

Llegando así a ir pasando por el borde del valle El Misterio, siendo ya la hora del crepúsculo, su caballo Sol de Oro tropezó, se fue de bruces y rodó cuesta abajo, deslizándose caballo y jinete hasta un andén que permitió detener su caída, sabe Dios con qué consecuencia, quedando inconsciente; durante toda la noche el noble corcel permaneció a su lado, comiendo las hierbas que a su entorno habían.

Por la mañana muy temprano, como era costumbre de Dina, salió de su casa que por cierto era impresionante, con un corredor al frente de ella, donde pasaba largas horas, pudo divisar el corcel que permanecía de pie al lado del jinete caído, quien comenzaba a quejarse por los fuertes dolores que le producían las lesiones sufridas.

Dina, un tanto por curiosidad, como por resentimiento de su autoridad, llamando a sus dos perros guardianes, comenzó a escalar hasta llegar donde se encontraba el jinete herido y su caballo, al verlo sintió cierta ira, dominándola la curiosidad y sus sentimientos que en el momento no los tenía claros.

Acercándose al herido comenzó a pasar sus manos por todo su cuerpo, sin siquiera rozarlo, mostrando su rostro cierta ansiedad, en ese instante, Juan, sonriendo ante la presencia de tan bella dama, olvidando sus dolores por un instante perdió la conciencia al instante, Dina con ademanes y órdenes verbales, hizo que sus perros se quedaran cuidando al herido, regresando a su casa presurosa, regresó al lado del herido con unos vendajes, pócimas y brebajes.

Ya al atardecer, el herido recuperó el conocimiento, sus dolores eran poco intensos y así, con la ayuda de Dina, pudo subir al caballo desde un promontorio, así fue descendiendo a paso lento, tomando Dina las bridas, vino guiando al caballo hasta llegar a la casa, cuando ya caía la noche. Con ayuda de Dina, Juan pudo bajar del caballo, claro que también los brebajes y los emplastos puestos sobre el cuerpo de Juan cumplieron su función de sanación, no en vano Dina tenía fama de ser la mejor curandera de esas tierras. Todos decían que era una Diosa Encantada.

Luego de cinco días de contar con las atenciones de la diosa Dina y sus recetas mágicas, Juan volvió a la realidad.

Juan sintió que alguien ingresaba a la pieza en que se encontraba descansando desde hacía cinco días, tenía ya como unos veinte minutos que trataba de recordar y saber dónde estaba, pues sólo tenía presente que caía de su caballo a un precipicio, no creía estar vivo, por lo que observaba cada madero, cada piedra, cada detalle, tratando de recodar y reconocer algo, mas todo era extraño y desconocido para él.

Sólo sentía un perfume suave, agradable y fresco en el ambiente, que le producía cierta alegría inexplicable, cuando quiso mover una de sus piernas sintió dolor y entumecimiento, tenía una rigidez total en el pecho y el hombro, sentía como si una mano gigante y poderosa lo atenazara, sólo pudo correr su cuerpo un poco sobre su cama, con gran esfuerzo.

Cuando de pronto se abre la puerta que tenía al frente y la luz  que ingresaba dibujaba una figura de mujer alta, entre lo vaporoso de sus ropas, al caminar parecía una figura de encanto, nada terrenal, más bien celestial, conforme se acercaba fue distinguiendo un bello rostro con una sonrisa casi celestial que lo cautivó de inmediato, más aún un olor indescriptible, con un aroma casi por demás agradable, lo que hizo pensar a Juan que se encontraba en el cielo y que la mujer que se acercaba era un ángel, pues a pesar de sus dolores y rigidez, pudo preguntarse: -¿dónde estoy?, por respuesta recibió una pregunta: -¿te sientes bien?.

Él ya, sin tener la luz que le daba directamente a la cara, pudo apreciar el bello rostro y el hermoso torso de su interlocutora, tenía una sonrisa que lo embriagaba, dulce e infinita.

-¿Dónde estoy? ¿Cuánto tiempo tengo aquí? ¿Qué me pasó?, seguía Juan preguntando.

Sonriendo y más bien con mucha familiaridad, Dina le respondió: -Eres mi paciente, pues sufriste una caída de tu caballo y te encuentras en plena recuperación, hace cinco días que estás en mi casa, mi nombre es Dina.

Como Juan la mirase extrañado le dijo: -más me conocen como la diosa encantada y estás en el valle El Misterio, esta es mi casa y usted está en mis tierras.

-Usted no parece ser de por acá, por lo que observo, debe tener usted propiedades y venir de muy lejos, su caballo es de buena raza.

Juan contestó: -si, no sé qué pasó, he cabalgado cinco días, pensé que estaría llegando a mis tierras, mi caballo estaba muy cansado por eso cayó y rodó, yo perdí el conocimiento, no sé cuánto tiempo ha pasado, ¿usted lo sabe?.

Dina le dijo que no se preocupara, que tenía cinco días en su casa y que pronto sanaría, pero debía permanecer en cama unos días más.

Él la miró, Dina le tocó la frente con una de sus manos y con la otra tocó su rostro, Juan perdió el conocimiento pues aún estaba muy débil, Dina trajo un brebaje y tomando la cabeza de Juan hizo que bebiera, luego frotó su cuerpo con un líquido verdoso y unas hojas frescas, lo cubrió con unas mantas, retirándose sigilosamente.

Al día siguiente ya el sol había alcanzado el fondo de la quebrada, pues su luz alcanzaba a ingresar a la pieza de la casa donde Juan descansaba, quien despertó ya totalmente lúcido, viéndose cubierto de hojas, trató de limpiarse e intentó levantarse, los dolores que sintió fueron múltiples y agudos, dejándose caer en la cama, mirando cuanto podía comenzó a meditar sobre su permanencia y nada tenía más claro que la figura de una hermosa mujer y un rostro angelical.

En ese instante se abrió la puerta, ingresando la mujer que él pensaba que era sólo su imaginación, la que traía a su mente, pues pensó “Juan”, todo es verdad, ella es la que me atendió”, levantando el torso sobre sus codos, cuando vio cerca a Dina le preguntó: -¿quién es usted?

Ella respondió: -ayer te dije quién soy, soy Dina, más me conocen como la “diosa encantada”, casi no salgo de mis propiedades, vivo aquí desde que tengo uso de razón y no permito el ingreso de personas desconocidas, siempre he vivido sola y así será siempre, en cuanto puedas caminar debes irte.

Juan, dejándose caer en la cama dijo: -te agradezco tus atenciones, pero ¿quién atendió mis heridas?, pues ya casi todas han cicatrizado y me siento curado, quisiera conocerlo para agradecerle sus atenciones y pagarle en cuanto pueda todo lo que él considere.

Dina acercándose a él le dijo casi al oído: -ya te dije que soy curandera, aquí vivo sola y sólo porque estabas mal te he permitido quedarte, pronto te sentirás bien y deberás emprender tu viaje.

Dina salió y regresó con unos menajes, con agua caliente y unas hierbas dentro de ella y le dijo a Juan que lo ayudaría a levantarse para que se asee.

Acercándose a él lo tomó por el costado, poniendo Juan su brazo al entorno de su cuello y hombros, se fue acercando al borde de la cama, apoyando sus pies en el piso hasta quedar sentado, Dina lo animaba diciéndole que no se preocupara, debía de pararse.

Juan, más que dolor se sentía totalmente embriagado, no podía razonar, pues al sentir el roce de su piel y la fragancia que emanaba de Dina y ese calor infinito que lo invadía, que ingresaba a su ser, sintiendo una felicidad infinita.

Dina lo tomó por la cintura y le dijo que se levante –tú estás bien. Y con voz suave pero firme le dijo: -te lo digo yo.

Y fue como si recibiera una poderosa orden y se puso de pie, siempre tomado por Dina de la cintura, llegando hasta el recipiente lleno de agua tibia de color azul, que se encontraba sobre un pedestal.

Dina comenzó a lavarlo haciendo que se agache, le fue mojando la cabeza, los brazos, hasta que Juan comenzó a lavarse solo, se mojaba la cabeza, el rostro, una y otra vez, tratando de ordenar sus ideas, sin conseguirlo, finalmente secándose se irguió totalmente mirándola quiso hablar, pero Dina le dijo: -No digas nada, regresa a tu cama que ya hablaremos más tarde, pues tengo que salir a buscar algunas hierbas y tierra de la cueva de las lechuzas para curarte.

Se retiró y él la siguió con la mirada, su cuerpo cimbreante y tan suave, ágil, al caminar lo trastornaron aún más.

Juan no recordaba haber visto una mujer tan bonita y menos tan firme en sus actos y palabras, tan dulce, pues las horas se le hicieron siglos, hasta que sintió que regresó.

Juan, que se encontraba echado, se levantó con no poco esfuerzo y salió hasta llegar al corredor que tenía la casa a todo lo largo, saliendo Dina detrás de Juan invitándolo a sentarse en uno de los “poyos”, así se llamaban a unos asientos rústicos, los que combinaban con muebles de madera tallados, quizás de mucha antigüedad. A la sombra había una frescura muy agradable, el sol ya se ocultaba pues la altura de los cerros y la abundante vegetación hacían que a horas tempranas la luz del sol no llegara.

Dina se sentó al lado de Juan y le dijo: -desde este lugar divisé tu caballo parado, esperé y no se movió, por lo que decidí subir la ladera hasta llegar y pude verte, tirado en el suelo, inconsciente, no sabía cuánto tiempo tenías en el lugar pero por las huellas supuse que tú y tu caballo se habían deslizado desde el camino, te vi golpeado y te atendí hasta que diste muestras de recuperación, pero tenías varias fracturas, golpes y heridas que traté de aliviarlas con ms manos, logrando que pudieras subir a tu caballo y te traje a la casa, pues veía que no podías seguir tu viaje.

Juan le dijo que le agradecía todas sus atenciones y le preguntó si vivía sola, Dina asintió con un gesto y él le preguntó por qué.

Dina le dijo que hacía muchos años que vivía en el lugar y que no necesitaba ayuda, todo cuanto necesitaba lo tenía y le pidió por favor que no insistiera en preguntarle sobre ella, que creía que era un hombre bueno y que cuando se sintiera bien debía seguir su viaje.

Juan le respondió que así sería, pero que quería saber dónde estaba. Dina le respondió que se encontraba en un valle entre los ríos Colca cerca al Cañón del Colca que a la derecha estaba el Cuzco y a la izquierda, Arequipa. Juan se quedó pensando, él sabía que venía del Cuzco

Y le parecía imposible estar cerca a Arequipa, sintiéndose afiebrado y débil, trató de pararse para ir a su cama, tuvo que sentarse precipitadamente, Dina al darse cuenta de su estado se acercó y lo ayudó a ir a su cama, para luego, traer unas frotaciones y vendas, hizo que Juan tomara unos brebajes calientes, quedándose profundamente dormido.

Al día siguiente despertó sobresaltado, recordándolo todo, se vistió y buscó a la mujer que lo había atendido, mirando por el costado de la casa la divisó junto al lecho del río que discurría al fondo, a unos cien metros, y así Juan inició el descenso hasta llegar al lado de Dina, que se bañaba en las aguas calmas que tibias discurrían. Al verla pararse desnuda él retrocedió y se hizo notar, ella se cubrió con una manta grande, cubriendo todo su cuerpo, Juan sintiéndose acalenturado, bastante trastornado, no sabía qué decirle a Dina y sólo atinó a saludarla, ella sonriente no parecía sorprendida, le dijo: -te sientes bien, pero todavía no abuses, tus lesiones aun internamente no han sanado, pero si gustas puedes bañarte, yo te acompaño para ayudarte a subir.

Y así Juan se desnudó entrando al agua, Dina de espaldas se sentó dentro de la vegetación esperando que salga Juan del agua, sin perderlo de vista, pues no tenía seguridad de su estado de salud. Luego de unos minutos salió Juan del agua y se vistió.

Los dos se sentaron en una gran piedra y Dina, mirando los ojos de Juan le dijo: -espero que en unos dos días estés listo para continuar tu viaje.

Juan asintiendo le dijo: -no quiero abusar de tu hospitalidad, más bien te invito a que conozcas mis tierras y mi familia, pues me siento en deuda contigo y no quisiera dejar de verte.

Dina, mirándolo le dijo: -yo no puedo salir del valle, no quiero ni puedo mentirte, vivo en este valle no sé cuánto tiempo, de los alrededores nadie se atreve a venir, soy hija del último inca, señor de todo el imperio, entregada por mi padre a nuestro dios el Sol y él me protege, mi linaje no acabará jamás, tengo el poder de curar a las personas, de ver todo cuanto sucede fuera de aquí, presiento todo cuanto me pueda suceder y siempre he vivido sola.

Juan pensó que quizá la soledad le había afectado, pero si yo mismo he sentido su facultad de curar mis heridas, y así en silencio retornaron el camino a casa.

Entrando a la casa, Dina tomó de la mano a Juan, se sentaron en el “poyo” (que no es sino una construcción de piedra y barro a semejanza de una banca bastante larga), la naturaleza del entorno de la casa era abundante, el cantar de los pájaros conformaban un cúmulo de cánticos que parecían celestiales, a tal punto que Juan dijo: -parece que todos los pajaritos que cantan lo hicieran a un solo ritmo. Que lo hacían sentir como si su cuerpo flotara, sensibilizándolo, a tal extremo que deseaba acariciar con ternura el rostro de Dina.

Dina acarició la mano de Juan diciéndole que -estaba segura que volvería él, fuera al lugar que fuera, pues nuestros destinos están unidos por voluntad de mi dios el Sol.

Ya los tiempos habían pasado y tocaba relevarla por una diosa, de la cual él sería el padre, que luego, pasado el tiempo, ellos vivirían eternamente en el reino del dios Sol, en señal de resignación y aceptación, besó los calientes labios de Dina, correspondiéndole con el mismo ardor que Juan la besaba… y así pasaron juntos algunas semanas, prodigándose caricias día y noche hasta que él le dijo que viajaría a sus tierras para hablar con sus padres y que regresaría lo más pronto posible.

Muy temprano, al día siguiente, tomó su caballo, Sol de Oro, que por cierto se encontraba altivo y fuerte, se despidieron amorosamente con un beso profundo y largo musitando ambos palabras de amor.

Comenzó Juan montado en su caballo a ascender hasta llegar al camino de herradura que bordeaba las tierras de Dina, Juan sintió como si estuviera flotando, el aire le golpeaba la cara, obligándolo a cerrar los ojos, cuando de pronto sintió un silencio y una calma absoluta, al abrir los ojos se encontró que estaba ya cerca a la casa de sus padres, consternado, respiró hondo y continuó su camino en dirección a la casa.

Llegando a la casa sus perros que eran numerosos comenzaron a ladrar y aullaban mirando el cielo, saliendo de la casa de sus padres y el personal que estaba en ese momento en la casa, ante tal algarabía causada por los perros y los bufidos de las reses y caballos que se encontraban en los corrales, al aperarse de su caballo Sol de Oro, como lo llamaban, fue abrazado por su padre, y así se acercaron a su madre y hermanos y personal, todos lo miraban como si fuera un “aparecido”, pero Juan calmadamente les fue relatando todo cuanto había vivido en el tiempo que no estuvo en casa, cuidándose de no manifestar lo extraño, lo misterioso de su amada Dina.

… y así, después de algunos días, manifestó a sus padres que tenía que regresar a los predios de Dina, pues la amaba y se casaría con ella, sus padres y hermanos le ofrecieron acompañarlo Juan le dijo que en este oportunidad no era conveniente, que él regresaría pronto y entonces sí podrían acompañarlo.

El día que partió hubo truenos y  relámpagos, una lluvia torrencial acompañó su salida… para no regresar nunca más.

Al día siguiente el sol brilló como nunca había sucedido, pues su hija sería amada y su estirpe continuaría reinando en el valle del encanto.

Se dice que desde entonces existen dos nuevas estrellas en el firmamento, una inmensa y poderosa y otra brillante y hermosa.

Por los siglos de los siglos. Amén…