En una época ya lejana, en las alturas de nuestra
cordillera, donde el hielo abundaba y el frío era intenso, vivía en un valle
muy profundo, tan profundo que el clima, conforme se descendía a él, cambiaba hasta llegar a ser caluroso, por lo que su vegetación era muy variada. Las
noches eran muy oscuras, en el fondo del valle El Misterio se sentía.
Discurría un río con abundante de aguas cristalinas, que con
los rayos del sol parecía un espejo, pues reflejaba luz blanca e intensa.
Asimismo, la fauna era abundante, especies de una muy
numerosa variedad y se podían escuchar cánticos muy tristes así como alegres,
que hacían vibrar el espíritu al compás de los cánticos que se escuchaban.
Los colores de las aves eran tan variados como relucientes y con unas combinaciones de
colores tan perfectas, en cuanto a la vista de quienes podían apreciarlas, que
provocaban alegría infinita y deseos de contemplarla sin moverse por horas.
Existían ciertas caídas de agua en el recorrido de su río,
que semejaban mechones de largas cabelleras, de acuerdo a la hora del día en
que se apreciaban cambiaban sus colores cual arco iris, deslumbrando a quienes
podían verlas.
No faltaban algunos animales rastreros y bichos que marcaban
la grandeza del lugar como acogedora generosa y religiosa.
Los lugareños que vivían en caseríos y pequeños poblados
cerca al valle discreto, afirmaban que en él sólo vivía una dama muy hermosa y
misteriosa, de cabellera larga, de vestidos largos y vaporosos.
Se comentaba que era una extraordinaria curandera visionaria,
que conocía a la perfección las facultades curativas de la gran variedad de
plantas silvestres que pululaban en el valle, como en las alturas que lo
circundaban, manteniendo un verdor permanente durante todo el año, así como una
inmensa variedad de colores, sea por las flores o las propias plantas, que solo
en esa zona crecían.
Los árboles frutales eran tan abundantes como la gran
variedad de plantas.
A ningún lugareño se le ocurría bajar al valle para vivir en
él, pues se decía que quienes lo habían intentado, luego de un tiempo nadie
sabía más de ellos.
Se contaba en los pueblos cercanos que cuando los pueblos de
América fueron esclavizados, el señor inca, gran monarca, dueño de vidas y
vastos territorios, generoso con sus súbditos, cazador y gran guerrero, al ver
diezmado sus ejércitos, pudo llegar de retorno a su palacio, efectuando un rito
en la profunda cueva del valle, donde moraban los dioses, vertiendo su sangre a
gotas durante tres días, para que salvaran los dioses a su hija Dina, princesa
de la comarca, única heredera de todas sus propiedades, desde la parte más alta
de la cordillera hasta el confín más profundo del mar.
El dios Sol consultó con su esposa y sus hijos, quienes
moraban allá en el infinito, quienes condolidos por la pérdida causada por los
invasores, rompiendo su compromiso con los humanos decidieron comprometerse a
salvar la vida de la diosa Dina, a cambio de que cuidase su virginal cuerpo y
si decidiera perderla, concebiría una hija que así perpetuaría su raza por los
siglos de los siglos.
Dina, Hija del Sol, a quien se le consideraba una diosa,
hija del rey (monarca – inca) de sangre real perpetuó su existencia hasta el
momento en que iniciamos nuestro relato, pues quienes la habían visto, referían
que se trataba de una bellísima mujer, alta, de un rostro lozano y hermoso, con
unos ojos grandes y bellos, que siempre vestía a la usanza de sus antepasados,
con faldones largos y transparentes y de bellos colores, un busto prominente,
un cuerpo, dirían, voluptuoso, de un caminar suave, ágil, su perfume, decían,
se esparcía por todo el valle, pues era muy singular.
Muchos la temían y otros la adoraban, pues decían, podía
curar todo mal, salvando vidas, en el transcurso de los cientos de años ya
transcurridos.
Juan, hijo del monte, de la alturas, gran jinete, hijo de
uno de los hombres más ricos de la región, era, decían, un gigantón, fuerte y
bien proporcionado (como si fuera un deportista moderno) acostumbrado a los
viajes largo, a caballo, por las alturas, durmiendo donde la noche lo alcanzaba,
hombre de carácter fuerte, noble en sus actos.
Juan, tenía ya cinco días de camino en una sola dirección,
como si algo lo empujara a un destino determinado, sabía que se había alejado
de las propiedades de su padre, hombre con una regular experiencia, pues ya había
cumplido los treinta años de edad y se sentía solo pero feliz, pues podía hacer
lo que más le gustaba, la aventura, los viajes a uno y otro confín.
Llegando así a ir pasando por el borde del valle El Misterio,
siendo ya la hora del crepúsculo, su caballo Sol de Oro tropezó, se fue de
bruces y rodó cuesta abajo, deslizándose caballo y jinete hasta un andén que
permitió detener su caída, sabe Dios con qué consecuencia, quedando
inconsciente; durante toda la noche el noble corcel permaneció a su lado, comiendo
las hierbas que a su entorno habían.
Por la mañana muy temprano, como era costumbre de Dina,
salió de su casa que por cierto era impresionante, con un corredor al frente de
ella, donde pasaba largas horas, pudo divisar el corcel que permanecía de pie
al lado del jinete caído, quien comenzaba a quejarse por los fuertes dolores
que le producían las lesiones sufridas.
Dina, un tanto por curiosidad, como por resentimiento de su
autoridad, llamando a sus dos perros guardianes, comenzó a escalar hasta llegar
donde se encontraba el jinete herido y su caballo, al verlo sintió cierta ira,
dominándola la curiosidad y sus sentimientos que en el momento no los tenía
claros.
Acercándose al herido comenzó a pasar sus manos por todo su
cuerpo, sin siquiera rozarlo, mostrando su rostro cierta ansiedad, en ese
instante, Juan, sonriendo ante la presencia de tan bella dama, olvidando sus
dolores por un instante perdió la conciencia al instante, Dina con ademanes y
órdenes verbales, hizo que sus perros se quedaran cuidando al herido, regresando
a su casa presurosa, regresó al lado del herido con unos vendajes, pócimas y
brebajes.
Ya al atardecer, el herido recuperó el conocimiento, sus
dolores eran poco intensos y así, con la ayuda de Dina, pudo subir al caballo desde
un promontorio, así fue descendiendo a paso lento, tomando Dina las bridas,
vino guiando al caballo hasta llegar a la casa, cuando ya caía la noche. Con
ayuda de Dina, Juan pudo bajar del caballo, claro que también los brebajes y
los emplastos puestos sobre el cuerpo de Juan cumplieron su función de
sanación, no en vano Dina tenía fama de ser la mejor curandera de esas tierras.
Todos decían que era una Diosa Encantada.
Luego de cinco días de contar con las atenciones de la diosa
Dina y sus recetas mágicas, Juan volvió a la realidad.
Juan sintió que alguien ingresaba a la pieza en que se
encontraba descansando desde hacía cinco días, tenía ya como unos veinte
minutos que trataba de recordar y saber dónde estaba, pues sólo tenía presente
que caía de su caballo a un precipicio, no creía estar vivo, por lo que
observaba cada madero, cada piedra, cada detalle, tratando de recodar y
reconocer algo, mas todo era extraño y desconocido para él.
Sólo sentía un perfume suave, agradable y fresco en el
ambiente, que le producía cierta alegría inexplicable, cuando quiso mover una
de sus piernas sintió dolor y entumecimiento, tenía una rigidez total en el
pecho y el hombro, sentía como si una mano gigante y poderosa lo atenazara,
sólo pudo correr su cuerpo un poco sobre su cama, con gran esfuerzo.
Cuando de pronto se abre la puerta que tenía al frente y la
luz que ingresaba dibujaba una figura de
mujer alta, entre lo vaporoso de sus ropas, al caminar parecía una figura de
encanto, nada terrenal, más bien celestial, conforme se acercaba fue
distinguiendo un bello rostro con una sonrisa casi celestial que lo cautivó de
inmediato, más aún un olor indescriptible, con un aroma casi por demás
agradable, lo que hizo pensar a Juan que se encontraba en el cielo y que la
mujer que se acercaba era un ángel, pues a pesar de sus dolores y rigidez, pudo
preguntarse: -¿dónde estoy?, por respuesta recibió una pregunta: -¿te sientes
bien?.
Él ya, sin tener la luz que le daba directamente a la cara,
pudo apreciar el bello rostro y el hermoso torso de su interlocutora, tenía una
sonrisa que lo embriagaba, dulce e infinita.
-¿Dónde estoy? ¿Cuánto tiempo tengo aquí? ¿Qué me pasó?,
seguía Juan preguntando.
Sonriendo y más bien con mucha familiaridad, Dina le
respondió: -Eres mi paciente, pues sufriste una caída de tu caballo y te
encuentras en plena recuperación, hace cinco días que estás en mi casa, mi
nombre es Dina.
Como Juan la mirase extrañado le dijo: -más me conocen como
la diosa encantada y estás en el valle El Misterio, esta es mi casa y usted
está en mis tierras.
-Usted no parece ser de por acá, por lo que observo, debe
tener usted propiedades y venir de muy lejos, su caballo es de buena raza.
Juan contestó: -si, no sé qué pasó, he cabalgado cinco días,
pensé que estaría llegando a mis tierras, mi caballo estaba muy cansado por eso
cayó y rodó, yo perdí el conocimiento, no sé cuánto tiempo ha pasado, ¿usted lo
sabe?.
Dina le dijo que no se preocupara, que tenía cinco días en
su casa y que pronto sanaría, pero debía permanecer en cama unos días más.
Él la miró, Dina le tocó la frente con una de sus manos y
con la otra tocó su rostro, Juan perdió el conocimiento pues aún estaba muy
débil, Dina trajo un brebaje y tomando la cabeza de Juan hizo que bebiera,
luego frotó su cuerpo con un líquido verdoso y unas hojas frescas, lo cubrió
con unas mantas, retirándose sigilosamente.
Al día siguiente ya el sol había alcanzado el fondo de la
quebrada, pues su luz alcanzaba a ingresar a la pieza de la casa donde Juan
descansaba, quien despertó ya totalmente lúcido, viéndose cubierto de hojas,
trató de limpiarse e intentó levantarse, los dolores que sintió fueron
múltiples y agudos, dejándose caer en la cama, mirando cuanto podía comenzó a
meditar sobre su permanencia y nada tenía más claro que la figura de una
hermosa mujer y un rostro angelical.
En ese instante se abrió la puerta, ingresando la mujer que
él pensaba que era sólo su imaginación, la que traía a su mente, pues pensó
“Juan”, todo es verdad, ella es la que me atendió”, levantando el torso sobre
sus codos, cuando vio cerca a Dina le preguntó: -¿quién es usted?
Ella respondió: -ayer te dije quién soy, soy Dina, más me
conocen como la “diosa encantada”, casi no salgo de mis propiedades, vivo aquí
desde que tengo uso de razón y no permito el ingreso de personas desconocidas,
siempre he vivido sola y así será siempre, en cuanto puedas caminar debes irte.
Juan, dejándose caer en la cama dijo: -te agradezco tus
atenciones, pero ¿quién atendió mis heridas?, pues ya casi todas han
cicatrizado y me siento curado, quisiera conocerlo para agradecerle sus
atenciones y pagarle en cuanto pueda todo lo que él considere.
Dina acercándose a él le dijo casi al oído: -ya te dije que
soy curandera, aquí vivo sola y sólo porque estabas mal te he permitido
quedarte, pronto te sentirás bien y deberás emprender tu viaje.
Dina salió y regresó con unos menajes, con agua caliente y
unas hierbas dentro de ella y le dijo a Juan que lo ayudaría a levantarse para
que se asee.
Acercándose a él lo tomó por el costado, poniendo Juan su
brazo al entorno de su cuello y hombros, se fue acercando al borde de la cama,
apoyando sus pies en el piso hasta quedar sentado, Dina lo animaba diciéndole
que no se preocupara, debía de pararse.
Juan, más que dolor se sentía totalmente embriagado, no
podía razonar, pues al sentir el roce de su piel y la fragancia que emanaba de Dina
y ese calor infinito que lo invadía, que ingresaba a su ser, sintiendo una
felicidad infinita.
Dina lo tomó por la cintura y le dijo que se levante –tú
estás bien. Y con voz suave pero firme le dijo: -te lo digo yo.
Y fue como si recibiera una poderosa orden y se puso de pie,
siempre tomado por Dina de la cintura, llegando hasta el recipiente lleno de
agua tibia de color azul, que se encontraba sobre un pedestal.
Dina comenzó a lavarlo haciendo que se agache, le fue
mojando la cabeza, los brazos, hasta que Juan comenzó a lavarse solo, se mojaba
la cabeza, el rostro, una y otra vez, tratando de ordenar sus ideas, sin
conseguirlo, finalmente secándose se irguió totalmente mirándola quiso hablar,
pero Dina le dijo: -No digas nada, regresa a tu cama que ya hablaremos más
tarde, pues tengo que salir a buscar algunas hierbas y tierra de la cueva de
las lechuzas para curarte.
Se retiró y él la siguió con la mirada, su cuerpo cimbreante
y tan suave, ágil, al caminar lo trastornaron aún más.
Juan no recordaba haber visto una mujer tan bonita y menos
tan firme en sus actos y palabras, tan dulce, pues las horas se le hicieron
siglos, hasta que sintió que regresó.
Juan, que se encontraba echado, se levantó con no poco
esfuerzo y salió hasta llegar al corredor que tenía la casa a todo lo largo,
saliendo Dina detrás de Juan invitándolo a sentarse en uno de los “poyos”, así
se llamaban a unos asientos rústicos, los que combinaban con muebles de madera
tallados, quizás de mucha antigüedad. A la sombra había una frescura muy
agradable, el sol ya se ocultaba pues la altura de los cerros y la abundante
vegetación hacían que a horas tempranas la luz del sol no llegara.
Dina se sentó al lado de Juan y le dijo: -desde este lugar
divisé tu caballo parado, esperé y no se movió, por lo que decidí subir la
ladera hasta llegar y pude verte, tirado en el suelo, inconsciente, no sabía
cuánto tiempo tenías en el lugar pero por las huellas supuse que tú y tu
caballo se habían deslizado desde el camino, te vi golpeado y te atendí hasta
que diste muestras de recuperación, pero tenías varias fracturas, golpes y
heridas que traté de aliviarlas con ms manos, logrando que pudieras subir a tu
caballo y te traje a la casa, pues veía que no podías seguir tu viaje.
Juan le dijo que le agradecía todas sus atenciones y le
preguntó si vivía sola, Dina asintió con un gesto y él le preguntó por qué.
Dina le dijo que hacía muchos años que vivía en el lugar y
que no necesitaba ayuda, todo cuanto necesitaba lo tenía y le pidió por favor
que no insistiera en preguntarle sobre ella, que creía que era un hombre bueno
y que cuando se sintiera bien debía seguir su viaje.
Juan le respondió que así sería, pero que quería saber dónde
estaba. Dina le respondió que se encontraba en un valle entre los ríos Colca
cerca al Cañón del Colca que a la derecha estaba el Cuzco y a la izquierda,
Arequipa. Juan se quedó pensando, él sabía que venía del Cuzco
Y le parecía imposible estar cerca a Arequipa, sintiéndose
afiebrado y débil, trató de pararse para ir a su cama, tuvo que sentarse
precipitadamente, Dina al darse cuenta de su estado se acercó y lo ayudó a ir a
su cama, para luego, traer unas frotaciones y vendas, hizo que Juan tomara unos
brebajes calientes, quedándose profundamente dormido.
Al día siguiente despertó sobresaltado, recordándolo todo,
se vistió y buscó a la mujer que lo había atendido, mirando por el costado de
la casa la divisó junto al lecho del río que discurría al fondo, a unos cien
metros, y así Juan inició el descenso hasta llegar al lado de Dina, que se
bañaba en las aguas calmas que tibias discurrían. Al verla pararse desnuda él
retrocedió y se hizo notar, ella se cubrió con una manta grande, cubriendo todo
su cuerpo, Juan sintiéndose acalenturado, bastante trastornado, no sabía qué
decirle a Dina y sólo atinó a saludarla, ella sonriente no parecía sorprendida,
le dijo: -te sientes bien, pero todavía no abuses, tus lesiones aun
internamente no han sanado, pero si gustas puedes bañarte, yo te acompaño para
ayudarte a subir.
Y así Juan se desnudó entrando al agua, Dina de espaldas se
sentó dentro de la vegetación esperando que salga Juan del agua, sin perderlo
de vista, pues no tenía seguridad de su estado de salud. Luego de unos minutos
salió Juan del agua y se vistió.
Los dos se sentaron en una gran piedra y Dina, mirando los
ojos de Juan le dijo: -espero que en unos dos días estés listo para continuar
tu viaje.
Juan asintiendo le dijo: -no quiero abusar de tu
hospitalidad, más bien te invito a que conozcas mis tierras y mi familia, pues
me siento en deuda contigo y no quisiera dejar de verte.
Dina, mirándolo le dijo: -yo no puedo salir del valle, no
quiero ni puedo mentirte, vivo en este valle no sé cuánto tiempo, de los
alrededores nadie se atreve a venir, soy hija del último inca, señor de todo el
imperio, entregada por mi padre a nuestro dios el Sol y él me protege, mi
linaje no acabará jamás, tengo el poder de curar a las personas, de ver todo
cuanto sucede fuera de aquí, presiento todo cuanto me pueda suceder y siempre
he vivido sola.
Juan pensó que quizá la soledad le había afectado, pero si
yo mismo he sentido su facultad de curar mis heridas, y así en silencio
retornaron el camino a casa.
Entrando a la casa, Dina tomó de la mano a Juan, se sentaron
en el “poyo” (que no es sino una construcción de piedra y barro a semejanza de
una banca bastante larga), la naturaleza del entorno de la casa era abundante,
el cantar de los pájaros conformaban un cúmulo de cánticos que parecían
celestiales, a tal punto que Juan dijo: -parece que todos los pajaritos que
cantan lo hicieran a un solo ritmo. Que lo hacían sentir como si su cuerpo
flotara, sensibilizándolo, a tal extremo que deseaba acariciar con ternura el
rostro de Dina.
Dina acarició la mano de Juan diciéndole que -estaba segura
que volvería él, fuera al lugar que fuera, pues nuestros destinos están unidos
por voluntad de mi dios el Sol.
Ya los tiempos habían pasado y tocaba relevarla por una
diosa, de la cual él sería el padre, que luego, pasado el tiempo, ellos
vivirían eternamente en el reino del dios Sol, en señal de resignación y
aceptación, besó los calientes labios de Dina, correspondiéndole con el mismo
ardor que Juan la besaba… y así pasaron juntos algunas semanas, prodigándose caricias
día y noche hasta que él le dijo que viajaría a sus tierras para hablar con sus
padres y que regresaría lo más pronto posible.
Muy temprano, al día siguiente, tomó su caballo, Sol de Oro,
que por cierto se encontraba altivo y fuerte, se despidieron amorosamente con
un beso profundo y largo musitando ambos palabras de amor.
Comenzó Juan montado en su caballo a ascender hasta llegar
al camino de herradura que bordeaba las tierras de Dina, Juan sintió como si
estuviera flotando, el aire le golpeaba la cara, obligándolo a cerrar los ojos,
cuando de pronto sintió un silencio y una calma absoluta, al abrir los ojos se
encontró que estaba ya cerca a la casa de sus padres, consternado, respiró
hondo y continuó su camino en dirección a la casa.
Llegando a la casa sus perros que eran numerosos comenzaron
a ladrar y aullaban mirando el cielo, saliendo de la casa de sus padres y el
personal que estaba en ese momento en la casa, ante tal algarabía causada por
los perros y los bufidos de las reses y caballos que se encontraban en los
corrales, al aperarse de su caballo Sol de Oro, como lo llamaban, fue abrazado
por su padre, y así se acercaron a su madre y hermanos y personal, todos lo
miraban como si fuera un “aparecido”, pero Juan calmadamente les fue relatando
todo cuanto había vivido en el tiempo que no estuvo en casa, cuidándose de no
manifestar lo extraño, lo misterioso de su amada Dina.
… y así, después de algunos días, manifestó a sus padres que
tenía que regresar a los predios de Dina, pues la amaba y se casaría con ella,
sus padres y hermanos le ofrecieron acompañarlo Juan le dijo que en este
oportunidad no era conveniente, que él regresaría pronto y entonces sí podrían
acompañarlo.
El día que partió hubo truenos y relámpagos, una lluvia torrencial acompañó su
salida… para no regresar nunca más.
Al día siguiente el sol brilló como nunca había sucedido,
pues su hija sería amada y su estirpe continuaría reinando en el valle del
encanto.
Se dice que desde entonces existen dos nuevas estrellas en el
firmamento, una inmensa y poderosa y otra brillante y hermosa.
Por los siglos de los siglos. Amén…